taller tropical de tejido y bordado. Entrada libre.

sábado, 9 de abril de 2011

José El Cieguito.

Mira.

Ahí viene José El Cieguito.

El palo que usa de bastón va oliendo los rincones de las banquetas por delante, como un perro guardián hambriento. José El Cieguito va detrás, con los ojos encerrados, temblorosos, blancos. Su guayabera arremangada alguna vez también fue blanca y , para el coraje de tantas abuelas en Pichucalco, nunca estaba abotonada de las mangas.

Es que le hacían falta unos botones.

El palo besa los petriles antes de anunciar los desniveles peligrosos. Es un bastón solemne, pero risueño . Palo pobre, pero honrado.

¡Ahí viene José El Cieguito!

Con el vaivén de su bastón, va arrastrando las suelas en su baile rumbo a misa. Su amplio pantalón gris es más claro en las rodillas. Sus dedos carcomidos, blancos color polvo, salen de sus huaraches a presumirle al pueblo sus años de experiencia.

La gente piensa que va hablando solo.
Pero José El Cieguito platica con su palo. Le va contando lo que ve, allí adentro de sus párpados.

Le canta.

Y el palo le contesta.

Sabe que ha llegado al parque porque los susurros de su amigo son distintos. Más lisos y vibrantes. El murmullo de la gente le llega a sus oídos en tonos verduzcos, aleteados de paloma.

Buenos días, José.

Buenos días, madre. Dios me la bendiga.

Adiós, José. ¿Vas a misa de doce?

Como Dios nos manda, cuñao. Ahí te veo.

Las risas, los saludos, los susurros del palo.

Y el parque que desborda mediodía.

José El Cieguito no la ve, pero va sintiendo la resolana que lo acaricia rumbo al templo, a pasos cortos, a vaivén decente. Se dirige orgulloso a su cita con Dios.

De pronto, el ceño se le frunce. Un presentimiento le enchina los hombros.

Los escucha.

Huele a niños.

Los huele.

Oye sus risas inclementes. Sabe que las risas se dirigen a su oreja. Viajan por el aire sólo para que él las oiga.

Su palo le dice que se calme.

Padre nuestro que estás en los cielos...

José El Cieguito calienta los motores para el Padre.

Diosito es bueno, piensa, y Él nunca se ríe.

Risas.

José El Cieguito sabe oler las risas. Siente el escozor en la espalda, en la nuca. Las saborea desde que era niño.

Distingue muy bien el zumo amargo de la burla, su caricia de purgante.

Sigue caminando. Va derecho rumbo a misa. La mitad del parque aún lo espera.

Su palo está tenso, nervioso. Las risas han callado.

Sólo se oye el arrastre de sus suelas, y el bastón tartamudeando.

Y , de pronto, se escucha el coro:

¡José! ¡Se va a acabar el mundo!

El grito lo interrumpe todo. Las suelas de José se han detenido. La sangre le ha subido, de golpe, de los pies a las pestañas, y sus ojos tiemblan aún más que de costumbre. Su rostro , tallado en almendro, se transforma en caoba roja, fina, encendida. La sangre se le hace agua hervida, y el propio vaho que le sale , le sabe a leche agria. Los dedos de los pies se le acomodan, como babosas salpicadas de alcohol.

Su oído olfatea la dirección de los chamacos.

El bastón se queda tieso del pánico. Está hecho palo. El puño de José lo aprieta como si quisiera quebrarlo. José voltea. Los niños ahogan las risas en las manos.

De pronto, el silencio.

Los niños frente a él, saben lo que sigue. Están listos para salir corriendo.

José El Cieguito, encolerizado, se acerca y abre sus párpados telones frente a ellos. Les muestra la blancura de sus canicas grandes. Sus ojos borrados con engrudo. Los niños quedan presos de una fascinación que les espina.

Y entonces comienza.

Hijos de su chingada madre. Gritos. La gran puta que los malparió. Corren. Por qué no van a jugar a la chingada que los trajo al mundo. El palo al aire. Palazos. Palos. José El Cieguito corre siguiendo los gritos. El palo muerto de miedo, lleva los pies al aire, al frente, buscando niños. Se escucha el palo quebrándole la madre al aire.Fum. Fum. Jijueputas. Fum. Gritos.

Y de pronto, carne. El palo golpea una espalda que lanza un grito de dolor y espanto. El grito de un niño que lamenta no correr más rápido. José El Cieguito ríe. Su rostro tiene la cara de éxtasis de los santos mártires.

El niño en el suelo, a sus pies antiguos. La uñas ven al niño a los ojos, que les lloran. Se burlan.

El palo apunta al cielo, obedeciendo la voluntad de un puño en cólera. José quiere rematar al niño. Quebrarle los huesos. Sentirlo. Se estremece al oír por anticipado el hueco del hueso que se romperá. De la sangre que salpicará la banqueta. De los dientes que saldrán volando. Matarlo a palos. Molerle la vida hasta que se extinga. Aquí está tu fin del mundo, desgraciado, comemierda.

La piel de todo el cuerpo se le estira, saboreando de una vez el grito que aún no llega.

Sus orejas salivan.

Pero el niño se levanta, jalado por unos brazos largos.

El palo muere en los mosaicos del parque, partido en dos, sacrificado. Si no es que del susto ya había muerto antes.

Un niño llora consolado por su madre. Las palomas y los zanates salen volando , abandonando las copas de sus árboles, sus bancas, sus mosaicos. Lo que queda del parque acompaña a los niños asustados.

José deja los restos de su amigo palo en el suelo. El sudor sobre la cara enfría su pena.

Hay que ir a misa.

Cuando la cólera comienza a irse, y el tercer repique lo despierta, le grita que ya no tarde, escucha un reclamo de señora. La voz que se quiebra entre el miedo y la ira.

Bestia, desgraciado. Pinche ciego. ¡Son niños!

Las suelas se arrastran, de nuevo, a la puerta de la iglesia.

Son las doce.

¡Pa qué engañan! , dijo José El Cieguito.

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