taller tropical de tejido y bordado. Entrada libre.

miércoles, 20 de abril de 2011

La nariz enamorada

Ésta era una nariz. No una nariz cualquiera, como las que abundan por ahí pasando desapercibidas, sino una afilada y coqueta, aunque, es bueno decirlo también, un poco tímida y tranquila. Era bella y partida a la mitad en la punta, como muchas cosas en la vida.
Su pasión era oler las latas de cerveza que debajo de ella se mecían. Sí, su vecina de abajo era una hedonista, golosa incontenible. A su puerta entraban bocados de todo tipo, sabores, orígenes y consistencias. Sin guardar respeto por las horas, lo mismo entraban por la noche, a veces en plena madrugada, que en las tardes o a mediodía. Sólo cuando la nariz dormía, parecía descansar un poco de tanta molestia. De vez en cuando, alguno de estos invitados sin horario, despedía un aroma intenso y agradable. En estas ocasiones, la nariz se olvidaba un poco del estrés cotidiano y gozaba, no sin culpa, salpicándose del deleite ajeno.
Pero, generalmente, se veía asaltada por la envidia.
¡Pero qué vecina tan promiscua! ―solía resoplar la nariz, sinceramente irritada.
En todo caso, era feliz. Se trataba, digamos, de una nariz apasionada de la vida. Podía distinguir entre una gran cantidad de aromas distintos, y era particularmente sensible a los dulzones con cierta temperatura tibia. Era temerosa del frío, y, al sentirlo, le cerraba todas las entradas. El polen la molestaba al grado de hacer tremendos berrinches, por cierto bastante histéricos, en su presencia.
(Había pospuesto ir con un psicoanalista porque era una nariz algo tacaña).
Pero un día, la nariz se olvidó de su vecina, del frío y del mundo, al enamorarse perdidamente de un aroma como el que jamás en su afilada vida había sentido. Sucedió una noche de diciembre en un coctel a donde diversos olores fueron invitados. La nariz estaba ya durmiéndose del aburrumiento, cuando sintió un perfume sutil atravesar su espíritu de pronto, sin ningún tipo de clemencia. El aroma se le quedó untado por minutos y después desapareció por varios meses, sin llamar. Pasaba horas sin dormir, creyendo que de pronto aparecería. Por momentos llegaba a olvidarse hasta de sí misma, hasta que el olor surgía de lugares insospechados y la tomaba por sorpresa. Ella perdía la tranquilidad al tratar de asirle lo más posible, hundiéndose en una súplica desesperada.

¡Quédate esta noche, por lo que más quieras! le rogaba a su ser amado , llorando el desconsuelo a través de la fosa.

Pero los aromas que se aman no se quedan mucho tiempo en las narices.

Llegan a ratos, dejando tan sólo la triste promesa de volver, uno de estos días...

martes, 19 de abril de 2011

El sobre

Cuando Hernaldo por fin llegó a casa de Diego, éste lo esperaba con una ansiedad que lo había dejado ya sin uñas que morderse. Al primer timbrazo, Diego abrió la puerta y lo hizo pasar a empujones a la sala.

¿Por qué tardaste tanto?, le reprochó con su mirada estrábica detrás de los voluminosos lentes cuadrados.

Hice todo lo que pude por venir antes, pero debes entender que no es fácil salir sin darle explicaciones a Leticia, y menos a esta hora. ¿Me puedes decir al fin qué es lo que te pasa?

Diego lo miró a los ojos, encorvado, y soltó un suspiro que no fue más que otro mensaje desesperado. Hernaldo lo siguió hasta su cuarto, un tanto cansado de las exageraciones que consideraba habituales en su primo. Diego cerró la puerta en forma cautelosa, como si alguien más viviera en su departamento, y se dirigió al buró, donde tomó un sobre blanco tamaño oficio que estaba a un lado de la lámpara.

Por esto fue que quise que vinieras cuanto antes, Hernaldo. No sé qué hacer ahora. Tengo miedo de cada segundo que sigue transcurriendo mientras me llega una salida. Tú sabes bien que eres mi único amigo. Mi confianza entera te pertenece, Hernaldo. Si no es a ti, no sé a quién más recurrir.

Hernaldo tomó el sobre sin dejar de ver a Diego directamente al ojo que todavía vivía. Con una expresión de respetuoso escepticismo, lo abrió sentándose en el borde de la cama. Sacó de él un oficio mecanografiado, y vio primero el par de firmas de tinta azul que brillaban al final del texto. Diego estudiaba cada facción del rostro de su primo, mordiéndose las yemas de sus dos pulgares.

Cuando terminó de leer, Hernaldo arrugó el ceño, y tragó un poco de saliva amontonada. Dobló el papel y lo volvió a meter al sobre, lentamente, sin mirar a Diego. Se levantó con la calma de siempre, y envolvió en un abrazo completo a su primo , quien ya temblaba como un animal mojado.

Tienes que salir de aquí hoy mismo, le dijo, sin dejar de apretarlo. Diego, con los lentes empañados, le mojaba el hombro derecho con un grito que no pudo salir de su garganta.

sábado, 9 de abril de 2011

José El Cieguito.

Mira.

Ahí viene José El Cieguito.

El palo que usa de bastón va oliendo los rincones de las banquetas por delante, como un perro guardián hambriento. José El Cieguito va detrás, con los ojos encerrados, temblorosos, blancos. Su guayabera arremangada alguna vez también fue blanca y , para el coraje de tantas abuelas en Pichucalco, nunca estaba abotonada de las mangas.

Es que le hacían falta unos botones.

El palo besa los petriles antes de anunciar los desniveles peligrosos. Es un bastón solemne, pero risueño . Palo pobre, pero honrado.

¡Ahí viene José El Cieguito!

Con el vaivén de su bastón, va arrastrando las suelas en su baile rumbo a misa. Su amplio pantalón gris es más claro en las rodillas. Sus dedos carcomidos, blancos color polvo, salen de sus huaraches a presumirle al pueblo sus años de experiencia.

La gente piensa que va hablando solo.
Pero José El Cieguito platica con su palo. Le va contando lo que ve, allí adentro de sus párpados.

Le canta.

Y el palo le contesta.

Sabe que ha llegado al parque porque los susurros de su amigo son distintos. Más lisos y vibrantes. El murmullo de la gente le llega a sus oídos en tonos verduzcos, aleteados de paloma.

Buenos días, José.

Buenos días, madre. Dios me la bendiga.

Adiós, José. ¿Vas a misa de doce?

Como Dios nos manda, cuñao. Ahí te veo.

Las risas, los saludos, los susurros del palo.

Y el parque que desborda mediodía.

José El Cieguito no la ve, pero va sintiendo la resolana que lo acaricia rumbo al templo, a pasos cortos, a vaivén decente. Se dirige orgulloso a su cita con Dios.

De pronto, el ceño se le frunce. Un presentimiento le enchina los hombros.

Los escucha.

Huele a niños.

Los huele.

Oye sus risas inclementes. Sabe que las risas se dirigen a su oreja. Viajan por el aire sólo para que él las oiga.

Su palo le dice que se calme.

Padre nuestro que estás en los cielos...

José El Cieguito calienta los motores para el Padre.

Diosito es bueno, piensa, y Él nunca se ríe.

Risas.

José El Cieguito sabe oler las risas. Siente el escozor en la espalda, en la nuca. Las saborea desde que era niño.

Distingue muy bien el zumo amargo de la burla, su caricia de purgante.

Sigue caminando. Va derecho rumbo a misa. La mitad del parque aún lo espera.

Su palo está tenso, nervioso. Las risas han callado.

Sólo se oye el arrastre de sus suelas, y el bastón tartamudeando.

Y , de pronto, se escucha el coro:

¡José! ¡Se va a acabar el mundo!

El grito lo interrumpe todo. Las suelas de José se han detenido. La sangre le ha subido, de golpe, de los pies a las pestañas, y sus ojos tiemblan aún más que de costumbre. Su rostro , tallado en almendro, se transforma en caoba roja, fina, encendida. La sangre se le hace agua hervida, y el propio vaho que le sale , le sabe a leche agria. Los dedos de los pies se le acomodan, como babosas salpicadas de alcohol.

Su oído olfatea la dirección de los chamacos.

El bastón se queda tieso del pánico. Está hecho palo. El puño de José lo aprieta como si quisiera quebrarlo. José voltea. Los niños ahogan las risas en las manos.

De pronto, el silencio.

Los niños frente a él, saben lo que sigue. Están listos para salir corriendo.

José El Cieguito, encolerizado, se acerca y abre sus párpados telones frente a ellos. Les muestra la blancura de sus canicas grandes. Sus ojos borrados con engrudo. Los niños quedan presos de una fascinación que les espina.

Y entonces comienza.

Hijos de su chingada madre. Gritos. La gran puta que los malparió. Corren. Por qué no van a jugar a la chingada que los trajo al mundo. El palo al aire. Palazos. Palos. José El Cieguito corre siguiendo los gritos. El palo muerto de miedo, lleva los pies al aire, al frente, buscando niños. Se escucha el palo quebrándole la madre al aire.Fum. Fum. Jijueputas. Fum. Gritos.

Y de pronto, carne. El palo golpea una espalda que lanza un grito de dolor y espanto. El grito de un niño que lamenta no correr más rápido. José El Cieguito ríe. Su rostro tiene la cara de éxtasis de los santos mártires.

El niño en el suelo, a sus pies antiguos. La uñas ven al niño a los ojos, que les lloran. Se burlan.

El palo apunta al cielo, obedeciendo la voluntad de un puño en cólera. José quiere rematar al niño. Quebrarle los huesos. Sentirlo. Se estremece al oír por anticipado el hueco del hueso que se romperá. De la sangre que salpicará la banqueta. De los dientes que saldrán volando. Matarlo a palos. Molerle la vida hasta que se extinga. Aquí está tu fin del mundo, desgraciado, comemierda.

La piel de todo el cuerpo se le estira, saboreando de una vez el grito que aún no llega.

Sus orejas salivan.

Pero el niño se levanta, jalado por unos brazos largos.

El palo muere en los mosaicos del parque, partido en dos, sacrificado. Si no es que del susto ya había muerto antes.

Un niño llora consolado por su madre. Las palomas y los zanates salen volando , abandonando las copas de sus árboles, sus bancas, sus mosaicos. Lo que queda del parque acompaña a los niños asustados.

José deja los restos de su amigo palo en el suelo. El sudor sobre la cara enfría su pena.

Hay que ir a misa.

Cuando la cólera comienza a irse, y el tercer repique lo despierta, le grita que ya no tarde, escucha un reclamo de señora. La voz que se quiebra entre el miedo y la ira.

Bestia, desgraciado. Pinche ciego. ¡Son niños!

Las suelas se arrastran, de nuevo, a la puerta de la iglesia.

Son las doce.

¡Pa qué engañan! , dijo José El Cieguito.

miércoles, 6 de abril de 2011

Ciudad de sirenas y culebras

Hay un mundo de sirenas allá afuera.
Nunca acaban de esparcir su queja.
Su lamento.

Allá van...¿las oyes?
Sirenas van nadando por las calles
angustiadas, apuradas, salpicando,

agitando con sus colas las aguas de las calles.
Las venas del Monterrey que se desangra.


Las camionetas con hombres que van trepados, que llevan máscaras, son ya parte del paisaje urbano de Monterrey. Estos hombres silenciosos llevan en sus brazos armas largas, amenazantes culebras que van apuntándolo todo. Uno puede ir de compras, regresar a su casa de un día cansado en el trabajo, ir a la escuela, recoger a los niños... y de pronto , de la nada, aparecen. Los vemos colarse entre nosotros, con sus rostros escondidos. Los vemos apuntar, aunque no apunten.

A veces usan uniformes de un azul oscuro, color noche. Otras, van de un verde hoja seca. Pero siempre combinan muy bien sus ropajes con sus camionetas. Tienen un sentido propio de la moda, digamos, algo conservador y llano.

Ellos dicen ser los buenos.

Pero otras veces uno se puede tapar con tipos que no combinan. Te encuentras frente a ellos cualquier día: hombres armados dentro de autos y ropas de cualquier color. Les gusta ser originales, ir de civiles... aunque estrictamente no lo son , porque llevan armas... o yo ya no sé. Van en camionetas blancas, cerradas, vestidos con trajes o con camisas semi-abiertas. Les gusta sacar la punta de sus culebras por la ventanilla. Les encanta rechinar las llantas. A ellos, la gente les llama "los malitos", como de cariño. ¡Y cómo no los vamos a querer, si somos de los mismos! Es gente que también salió de nuestras calles. En realidad, los malos son los culebrones. Y, como correspondiendo el afecto, ellos siempre dan la cara. Raramente usan máscaras, y no los culpo, con el calor que hace en estas tierras, ni quién quiera llevar un trapo negro y caliente sobre la cabeza.

A veces resulta que uno y otro se pasan al bando contrario. O bien, en la noche andan en una camioneta, y en el día en otra. ¿Te imaginas? ¿A qué horas duermen?
Creo que lo hacen como para estar activos, para no entumirse. Así, también cobran doble. En esta ciudad, el tener dos trabajos dignifica. Aquí se trabaja duro para comprarse cosas, y si es posible, se dobletea.

No creo que sepan muy bien - todos ellos, los de las culebras enrolladas en los brazos - quiénes son los buenos y quiénes son los malos. En todo caso, también les gusta autodespistarse.

Mientras tanto, rondan. Les gusta rondar , y rondan.
Los dos tipos de gente armada están por todos lados, y cada vez asusta menos encontrarlos.
Yo ya no sé quién es quién.
Sólo sé que por los pleitos que se tienen, sus culebras han matado mucha gente.
No las saben controlar.
Como que un día, llegaron sus jefes - que como todos los jefes, entre ellos son grandes amigos , aunque sea hipócritamente- y se las dieron, diciendo:

Órale cabrones, ahí están sus culebras, a escupir balas, o se los lleva la chingada.

Y la chingada se hizo carne y habitó entre nosotros, porque a las culebras les encanta matar gente, y , además, a eso se dedican. Si lo piensas, son afortunadas, porque no cualquiera puede decir que le encanta eso a lo que se dedica. Ah, pero ellas sí ... felices mate y mate.

Indudablemente, la cara de Monterrey se ha transformado. Como siempre, la culpa debe ser de los migrantes. Tanta sirena, culebra y máscara que se dejó venir, sin avisar, tan de repente.

martes, 5 de abril de 2011

Corpus dixit

La soledad del cuerpo me lo grita:
No soy yo quien habita el hueco inerte,
seco y marchitado de la vida.
Es un racimo abierto de alientos ancestrales,
de mariposas muertes que vuelan en lo incierto.
No soy más que un montón de poros hacinados
en la casa en ruinas que llamamos cuerpo.
Y no es el mío, no hay tuyo ni nuestro.
Todos somos un amorfo cuerpo maltratado
con el alma en millones dividida.
Somos células del tiempo milenario
del tiempo que persigue a sus adentros;
la sangre color carne que corre por sus venas.
No fui yo quien me lo dijo todo.
Fue esta bolsa de palabras y de huesos.