taller tropical de tejido y bordado. Entrada libre.

martes, 7 de diciembre de 2010

El buen ladrón.



Aquí el enlace donde se puede leer el cuento El buen ladrón , ganador del XXXIX Premio Latinoamericano de Cuento "Edmundo Valadés", 2010




Revista El Búho, N° 125
Fundación René Avilés Fabila

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Soñé que cenábamos juntos

En mi sueño, te perseguía por una larga calle llena de tinieblas, hasta encontrarte.
Te acorralaba, y tú me mirabas con esos ojos oscuros, que atraviesan como cuchillos candentes.
Ahí, en el sueño, yo te miraba los labios, como pa no quemarme. Después, así, sin más, como en una telenovela, nos dábamos un beso fogoso, apasionado.
Con los ojos cerrados, con una mano me acariciabas el pelo, mientras la otra te colgaba como una rama seca.
Después del beso nos íbamos muy juntos por la misma calle, de pronto iluminada.
Pelo suelto se escuchaba de fondo.
Al despertar, te contaba mi sueño y tú reías. Nos comíamos una pizza bebiendo refresco, mientras discutíamos teorías sobre el sueño.
Yo te miraba a los labios y tú me calcinabas los ojos.
Ahí yo me despedía, pues ya era tarde. En el abrazo, tú rozabas mi espalda con tus uñas de una forma sospechosa, que yo me llevaba rumiando en el coche de regreso a casa.
Y entonces despertaba solo, ahora sí ya en serio.

El miedo anda en puerco


(Este cuentito, la mera verdad, me da penita. Es algo similar a la pena ajena, con todo lo que eso implica sabiendo que fui yo quien lo escribí. Considero que no le puse la atención necesaria, que lo hice a la carrera, sin la disciplina que implica trabajar un texto y corregirlo las veces que sea necesario. Es que a mi, la mera verdad, eso de la corregida no muy se me da. Sé que muchos pensarán que esas cosas no deben decirse una vez que el texto está terminado, pero en este caso me siento convocado a hacerlo. Es que , de algún modo, he sentido que muchos textos míos cojean de alguna parte, y de pronto viene un benévolo juez y dice: - Así está bien. No le hace que esté cojito. Sin embargo, lejos de tales confesiones imprudentes, El miedo anda en puerco es un cuento especial para mí, porque fue la primera vez que un texto mío obtuvo algo en un concurso importante. Ve tú a saber porqué. Bueno, la mera primera vez fue un poema a la patria que obtuvo un tercer lugar en un concurso inter-primarias, allá en los noventa. Pero ese poema se perdió , tristemente , en alguno de tantos cambios de casa. Quizá me de suerte eso de escribir entre una clase y otra...)

El miedo es la cosa más terrible que existe. Sientes como el pecho se te hace chiquito, igual que los testículos y el valor. Tengo más o menos el recuerdo del momento exacto en que empezó todo. Fue gracias al maestro de deportes que me dijo gordito en frente de todos y de un momento a otro las bromas perdieron control. No es que yo crea que no estoy pasado de peso, es sólo que a veces la gente mayor no se da cuenta de lo mucho que pueden lastimar a alguien con sólo unas palabras. Yo sentí como las ganas que ese maestro tenía de molestar me acariciaron, y con ellas las risas de todos mis compañeros; y las caricias se volvieron golpes. Nadie había notado que yo estaba gordito, es más, nadie había notado que existía, yo era algo así como un mueble en el salón, que no hablaba con nadie más que con mi compañero de al lado y con los maestros en los exámenes orales. Me portaba bien y no hacía ruido, y esa estrategia me había funcionado muy bien por año y medio en la secundaria, hasta que a ese profesor de deportes se le ocurrió gritarme “¡Apúrale, gordito!” ¿Cómo le iba a explicar a mis padres que me sentía mal por lo que estaba ocurriendo? Mi padre era un abogado muy gordo, podríamos decir que yo le heredé la obesidad esa que dicen, pero no la habilidad para pelear o defender. Además ya sé lo que me va a decir: No les hagas caso, mijo. Uno es gordito pero feliz. Mi madre se va a poner a llorar cuando le cuente y me va a querer llevar al psicólogo mientras va a la iglesia a rezar por mí. La verdad es que aunque los quiera mucho no podía decirles nada. Mi mamá era tan capaz de ir a hablar con la directora del colegio quién a su vez hablaría con los responsables, quiénes por su parte me darían otra golpiza por aquello de ser un soplón. Tampoco podría mencionar a mi maestro de deportes, pues podría reprobar o ser expulsado, sobre todo si es cierto lo que dicen, que él y la directora son amantes. Bueno, eso dicen.
Las cosas no estaban fáciles así que tuve que aguantarme. En mi salón de clases sólo tenía un amigo, Rubén, que usa unos lentes grandísimos y casi no habla con nadie, no una gran defensa que digamos.
Nunca voy a olvidar el Lunes después de la asamblea, cuando Federico el de tercero se acercó y me amenazó de muerte. Me dijo que los gordos como yo ocupaban demasiado espacio en el planeta, éramos repugnantes y contribuíamos al calentamiento global. Me dijo que mi mamá debía estar tremendamente gorda y que era mejor que me cuidara si no quería pasar a mejor vida. Al terminar su discurso me dio un puñetazo en el estómago y se fue corriendo en medio de la estampida de alumnos que se encaminaban a sus salones de clase. Nadie me auxilió, nadie se dio cuenta de mi dolor y de mi cara roja sin aire, ni de mi vergüenza. Sólo un maestro me gritó que si qué diablos esperaba para regresar al salón ordenadamente, y así lo hice, sabiendo que las cosas se pondrían horribles en la escuela.
A partir de entonces comencé a quedarme dormido toda la tarde mientras hacía la tarea. Mi madre se angustiaba y me preguntaba si algo me tenía traumado, si quería ir al psicólogo o al psiquiatra de la familia. Me rogaba que confiara en ella con lágrimas en los ojos y el rosario en el puño izquierdo y yo le decía que no había nada que contar, que se tranquilizara. ¿Cómo diablos iba a contarle algo si con los ojos me gritaba que no le dijera nada malo?
Empecé a quedarme dormido en la cama después del despertador, con mi mamá entre angustiada y enfurecida despertándome a gritos desde la cocina. Una vez me quedé dormido en la regadera y me despertaron unos puñetazos en la puerta. Tenía tantas ganas de no ir a la escuela , de enfermarme de sarampión, varicela , dengue hemorrágico, fracturarme una pierna o algo que me permitiera pasar el resto del año en mi casa y esperar a que los de tercero se fueran a la prepa y no volverlos a ver nunca. Obviamente eso no pasó y tuve que seguir yendo a aguantar las cosas que cada vez se ponían peor.
La última vez que fui al baño, uno de mi grupo, me agarró a cachetadas mientras sus amigos se reían y gritaban “¡Pégale al gordo!, ¡Pégale al gordo!”. Era el colmo, ya no tenía que cuidarme nada más de los de tercero, sino también de los de segundo y quién sabe, pronto de los de primero que eran todos unos revoltosos. Ese día me encerré en el baño a llorar, pues no podía dejar que encima de todo lo que me habían humillado se dieran el lujo de verme con los ojos llorosos y la cara hinchada. Lloré con la boca cerrada todo el receso , para que no me oyeran los que entraban constantemente a orinar. Al salir, me lavé muy bien la cara y subí corriendo al salón, donde el maestro me regañó por entrar tarde. Era la primera vez que un maestro que no fuera el de deportes me regañaba por algún acto de indisciplina. Me preguntó dónde había estado y después de unos segundos de titubeo le dije que en el baño, pues no se me ocurrió otra cosa más que la verdad. Me puse muy nervioso porque sentí la mirada acuchillante de todos mis compañeros de salón que de repente no sólo sabían que yo existía, sino que también que era un gordito que se había quedado en el baño haciendo quién sabe que cosas. A partir de ese momento comenzaron a circular bromas al respecto del episodio del baño, que si yo había estado masturbándome, que si tenía diarrea por tantas mugres que comía, que si en realidad tenia vagina y orinaba sentado, muchas cosas bastante estúpidas que yo luchaba por ignorar. Mi compañero de atrás se la pasaba dándome zapes en la clase de historia que era bastante aburrida para él , mientras que para mí era la favorita. El maestro era el único que se sabía mis apellidos de memoria y me despertaba mucha confianza. Tenía ganas de contarle lo que me estaba pasando, que no tenía amigos, que tenía miedo de morir a patadas o por linchamiento como nos había contado que antes mataban a los negros en el sur de Estados Unidos, que empezaba a creer que en el norte de México sucedería lo mismo con todos los gordos, pero nunca me atreví. En el fondo creo que él sospechaba que me pasaba algo pues en un par de ocasiones me quedó viendo al salir como quien tiene algo que preguntar, pero tampoco se atrevió a hacerlo. Quién sabe si habría sido de mucha ayuda.
Yo soñaba despierto imaginando que tenía poderes mágicos y una fuerza sobrehumana que usaba para aventar a los imbéciles de tercero contra los muros. Que de un puñetazo mandaba volando a Federico de tercero como bola de beisbol, o que le rompía los dientes al maestro de deportes y todos me aplaudían y me volvía el más popular de la secu, donde todos me pedían disculpas y las morritas se peleaban por mí. El sueño duraba muy poco y casi siempre me dejaba más triste que al principio. Quizá no era tan malo tratar de defenderse. Pensé en meterme a clases de tae kwon do ahí por mi casa, pero estaba muy caro y mi papá me iba a hacer muchas preguntas molestas.
Lo que me hizo decidirme fue la gota que derramó el vaso. Un día a la salida, mientras cruzaba la calle para irme a la parada del camión, tres tipos de primero me estaban esperando en una esquina. Eran más fuertes y altos que yo, y tenían piedras en las manos. Yo me espanté mucho y traté de cruzar la calle pero uno de ellos me agarró de la mochila y me pegó a la pared. Me dijo que le daba mucho asco ver mis lonjas como gelatina cada vez que caminaba. Otro me preguntó si no me daba asco verme al espejo y encima masturbarme en los baños, como un puerco. Yo no decía nada, tenía mucho miedo, desesperadamente trataba de buscar a alguien a quién pedirle ayuda, un hijo de vecino, un taxista que pasara, pero como siempre no había nadie, y la poca gente que pasó lo hizo muy rápido como no viendo lo que ocurría. El otro me dijo si no me era difícil encontrarme mis cosas para poder masturbarme. Decían muchas maldiciones y a cada frase se reían y el que me tenía sujeto me apretaba más el cuello. Por último me dieron tres patadas en los bajos y se fueron corriendo dejándome llorando de dolor en la banqueta sin nadie que me ayudara y muriéndome de la vergüenza esperando que nadie se acercara. Una señora lo hizo y me preguntó que si me habían asaltado. Le dije entre gemidos que estaba bien, que no era nada, y me fui como pude apurado a la parada de camión.
Ese día lloré de coraje en mi cuarto. Mi mamá había preparado chuletas de puerco fritas, bañadas en una deliciosa manteca que no comí, alegando un dolor de estómago, que más bien era de testículos. A la mañana siguiente fue cuando me decidí a agarrar un cuchillo del juego de cubiertos de la cocina y ponerlo en mi mochila. Nadie lo notaría puesto que tenemos muchos. Ya no me iba a dejar de nadie y tampoco sería capaz de matar a alguien, pero de alguna forma tenia que defenderme. Me puse a pensar que tan grave sería acuchillar a un compañero en defensa propia, al fin y al cabo la víctima siempre tiene la razón, la protección y el apoyo de las autoridades. Me regocijaba en pensar como los demás gritarían ¡No lo mates, Joaquín! ¡Piedad!
Ese día nadie me molestó. Pareció que realmente habían olido mis intenciones o el metal en mi mochila, así que pasé mis clases tranquilamente en mi lugar, sin salir al receso más de lo necesario. No faltó quién me llamara gordito, pero nada como para tener que sacar el cuchillo a la primer provocación. Era mi arma secreta. Al salir de la escuela me lo ponía en la bolsa del pantalón para que estuviera más accesible por si algo me ocurría en la calle. Tenía miedo, pero portar esa pequeña arma me hacía sentir seguro y un poco valiente, digamos, protegido. Realmente no creía tener que usarla, era suficiente con amenazar.
Así fue como el mes pasado ocurrió todo. Federico de tercero me encontró, porque estoy seguro que me andaba buscando, a la salida de la escuela justo enfrente de la tiendita, y me empujó con tal fuerza que me tiró al piso. Yo tenía mucho miedo porque estaba con todos sus camaradas igual de altos que él. Empezaron a darme patadas en el estómago y a escupirme mientras me gritaban todos los insultos que se sabían y se reían entre ellos. Los compañeros que pasaban no hacían nada por defenderme y creo que también se reían. Mi miedo empezó a convertirse en coraje, pues no podía comprender cómo nadie me ayudaba. Yo no había hecho nada para merecer lo que me estaba pasando y ya estaba cansado, muy cansado de sentir miedo y dolor. Con las fuerzas que pude sacar de no sé dónde, me levanté como pude y saqué el cuchillo de mi pantalón, con un grito de esos que escuchaba en la escuela de tae kwon do de por mi casa, corrí hacia Federico y le clavé el cuchillo en la panza. No se lo enterré todo porque también como que no quería y estaba muy nervioso. Federico me vio con cara de no poder creer lo que estaba pasando, y yo realmente no lo creía. Entonces sucedió: una maestra salió de la nada y gritó mi nombre, Federico empezó a llorar y se tiró al suelo, dos de sus amigos me agarraron cuando yo quise correr y me dieron tres puñetazos en la cara de los que aún hoy conservo el recuerdo con el ojo morado. La maestra llegó a tiempo para que no me clavaran el cuchillo a mí de vuelta o quién sabe que cosas más. Llamaron a la policía, la ambulancia, nuestros padres, en fin, fue la tarde más larga de mi vida.
Federico está bien, supe que salió del hospital en una semana, aunque a mi me expulsaron de la escuela. Mi madre llora y me lleva a misa todos los días a las siete de la mañana, me obliga a confesarme y comulgar. Mi papá está muy enojado conmigo y no me habla, también andan viendo a qué colegio me meten, aunque está difícil porque todo el asunto salió en los noticieros locales y soy algo famoso. Ahora tengo que ir con el psiquiatra los martes y estoy tomando unas pastillas para calmar mis impulsos agresivos, y unos ansiolíticos. En estos momentos de mi terapia estamos viendo que antidepresivo sería conveniente para mi caso. La verdad yo no veo mucha diferencia, me siento más aletargado que antes, tengo más sueño y creo que estoy subiendo de peso lo que sinceramente no me quita lo deprimido sino todo lo contrario. Creo que todo se hubiera solucionado si me hubiera metido al tae kwon do. Quizás necesito una dieta en vez de tanta pastilla, o irme de aquí donde nadie me conozca y empezar de nuevo.
A pesar de todo me siento un poco aliviado, pues ya no tengo que regresar a esa escuela nunca más. Creo que no tengo nada que extrañar, más que las clases de historia y quizás un poco a Rubén, quien como quiera vive cerca de mi casa y ayer vino a visitarme. Dice que me admira mucho, que él había pensado hacer lo mismo hace mucho tiempo, pero con la pistola de su papá, así como en fantasías, como lo mío con los súper poderes. A fin de cuentas creo que no fue la mejor solución. Aunque le di su merecido al tal Federico, y he de confesar que se siente muy bien al final, no sé que hubiera hecho si se hubiese muerto. Al fin y al cabo yo sólo quería defenderme y si pudiera patearlo cómo él lo hizo lo hubiera hecho. Me sorprendió mucho lo que me dijo Rubén, que casi no habla mucho y cuando lo hace me habla de armas y muerte.
A fin de cuentas creo que no me arrepiento de lo que hice, sólo que sigo teniendo miedo. Miedo de que Federico regrese a tomar venganza y me clave treinta puñaladas, eso es lo que más me preocupa. Puede que después de todo sí me lo merezca. También tengo miedo de no ser aceptado en ninguna escuela, de no poder trabajar nunca por tener este antecedente; de que la policía decida meterme a la cárcel a pesar de las influencias de mi papá; miedo de que mi madre no deje de llorar por mi culpa o de seguir siendo el gordito a donde quiera que yo vaya; de clavarme el cuchillo yo mismo como dice el psiquiatra que puede suceder. Miedo a no merecer que nadie me defienda nunca y tener que aprender a defenderme solo; a que la amistad no haya sido hecha para mí, ni el matrimonio, ni los hijos, pues con tanta patada quizá hasta estéril haya quedado.
El miedo es la cosa más terrible que existe, no cabe duda.
Mención honorífica en el Premio Literatura Joven Universitaria UANL 2008

domingo, 26 de septiembre de 2010

La guerra perdida de Calderón:Reflexiones en torno a una estrategia fallida en el México del Bicentenario


Tienes que decidir
quién prefieres que te mate:
un comando terrorista
o tu propio gobierno para salvarte
del comando terrorista.

Liliana Felipe.


La estrategia de militarización que el gobierno federal, alias Felipe Calderón, ha implementado para combatir a la delincuencia organizada, es una estrategia fallida. Lo es desde el momento en que se asume que el problema del narcotráfico desaparecerá sancionando con cárcel (o con el exterminio) a los principales líderes de las organizaciones criminales dedicadas a la venta de drogas ilegales. Para empezar, creer que ésta es la vía regia para resolver el problema implica ignorar problemas de fondo en una sociedad como la nuestra y exhibir los huecos que dicha estrategia tiene en su constitución.

Aquí matan a uno, y ya hay veinte peleándose el puesto.
Las redes de delincuencia existen y se sostienen porque su principal recurso, gente dispuesta a trabajar en ellas, es renovable. El llamado narco (cual si fuese una masa uniforme) ofrece mejores oportunidades de crecimiento a corto plazo, así como mejores salarios a recién llegados, que la iniciativa privada del país. Es incongruente hablar de demandar valores éticos y morales a las clases oprimidas para que no se enfilen a los “malos”, cuando los “buenos” no tienen mucho que ofrecer para mitigar el hambre, la enfermedad y no se diga el resentimiento social.

“Son pobres porque quieren”, dicen algunos apasionados de la cultura emprendedora y del trabajo, ignorando el pequeño gran detalle que matiza problemas como la desigualdad social, la discriminación, la falta de oportunidades, y el cada vez más desprestigiado valor de la educación en un país de profesionistas desempleados.
¿Dinero fácil? No creo que arriesgar la vida por el billete sea algo fácil de decidir. Tampoco creo que la frase “prefiero vivir un año como rey, que toda una vida como muerto de hambre” sea producto de un solo individuo desconsiderado, egoísta y perverso. Este tipo de pensamiento sólo puede surgir en una sociedad con niveles de injusticia y desigualdad asfixiantes.

¿De qué sirve, pues, encerrar a los grandes nombres del narcotráfico en México, cuando siempre hay gente dispuesta a hacer su trabajo? Esta pregunta toca diversas líneas de cuestionamiento. El sistema de justicia mexicano, el primero. En un país donde la impunidad es parte de nuestro surrealismo orgullosamente mexicano (ese con el que nos bautizó Breton), sal y pimienta del mexican way of life, del “apechugue y aguante”, atiborrar las cárceles de personas comunes que decidieron hacer dinero de manera ilícita, mientras grandes personalidades de cuello blanco siguen haciéndolo sin problema, suena, a mi parecer, un “tantito” incongruente. A esto habría que agregar el bonito detalle (también surrealista) del sistema penitenciario, ése donde las reglas y el poder lo ostentan los internos poderosos, donde la corrupción corre tanto por las arterias vulgares del celador como en las cómodas venitas de los jueces y funcionarios, donde una persona que robó un desodorante convive con un sanguinario cortador de cabezas o con algún ejecutivo que lleve cinco años esperando una sentencia, privado de su libertad y de sus derechos fundamentales, mientras contempla el techo de su celda y esconde su blackberry bajo llave.

¿De qué sirve declararle la guerra “al narcotráfico”, cuando se hace evidente que se privilegian a ciertos grupos organizados por encima de otros? Declarar que sólo el ejército mexicano es confiable, porque la policía está coludida con el crimen, ¿no es acaso exhibir lo fallido del Estado? ¿Acaso la prioridad, ante esa exhibición, es militarizar ciudades y depurar policías? Habiendo millones de jóvenes que no estudian ni trabajan ¿es sensato encauzar el presupuesto en militarización, “para que la droga no llegue a tus hijos”? Hacer de esto una estrategia, es como atenderse un cáncer estomacal con grandes cantidades de aspirina.

El problema se hace más crudo cuando, en una guerra tan absurda, el número de muertos asciende a más de 28, 000. Cuando civiles inocentes son acribillados por el fuego cruzado, en su propio territorio (la ciudad: esa gran casa), justificando sus muertes como “daño colateral”, al mismo tiempo que se evidencia la magnificación de la violencia por la presencia de militares, la razón de ser de dicha estrategia se tambalea. Y se vuelve aún más cuestionable, cuando analizamos una serie de antiguos problemas sociales que siguen en la lista de pendientes y que son las causas principales de que estemos, como sociedad, llenos de mierda hasta las narices, sin que ni la Independencia ni la Revolución hayan disipado de todo el lamento. “No habrá paz sin justicia social”, dicen por ahí.

Vivimos en épocas globales, donde se exigen soluciones rápidas. Queremos que el dolor se vaya cuanto antes sin reflexionar en torno a su sentido, queremos la fast food, nos frustramos cuando la computadora tarda unos minutos más en hacer sus funciones. De la misma forma, se nos vende una estrategia que pretende acabar con “los malos” de la película (El Infierno), ignorando que no hay buenos ni malos, sino que todos (incluyendo a quienes manejan los proyectos gubernamentales), sin saberlo o no, por omisión, desvinculación, o de plano con alevosía y ventaja, hemos colaborado como sociedad a que estos problemas nos sobrepasen. Es fácil apostarle a lo seguro, pretendiendo que lo seguro es atacar al enemigo con su propio chocolate: armamento pesado y matazón, en lugar de revisar y reflexionar cuáles siguen siendo, doscientos años después, nuestros problemas sin resolver.

No se trata de defender la ilegalidad. La justicia debe hacer lo suyo (como siempre ha hecho, por cierto en este país, trabajando ciegamente y defendiendo a los desprotegidos, porque todos somos iguales ante la ley – risas- ). Se trata más bien de ser menos hipócritas. En este país nos quejamos por la discriminación que los connacionales sufren en Estados Unidos, mientras que en nuestro territorio se llevan a cabo, diariamente, atrocidades sin nombre en perjuicio de indocumentados centro y sudamericanos (donde, nada más por poner un ejemplo, son asesinados impunemente). Un gobierno que por años ha mantenido lazos con el narcotráfico y otros tipos de delincuencia organizada (redes de pederastas, por ejemplo), se lanza a luchar contra el monstruo que creó.

Una Iglesia manejada por hombres que por años solaparon las mañitas del Padre Maciel (orgullo mexicano), y que declara que los matrimonios (civiles, por cierto, no religiosos) entre homosexuales son más aberrantes que el narcotráfico, ilustra muy bien la serie de incongruencias que a diario se viven en México.
El negocio de la droga es tan redondo y lucrativo en nuestro país como el dedicarse a la política. Parece que tan sólo proponer cuestiones como justicia social, prevención o legalización de ciertas sustancias es pedir demasiado, es ofrecer, de manera estúpida, soluciones complejas a problemas complejos (¡quién tiene tiempo para eso!).

No todos los que consumen marihuana son demonios personificados, ni tampoco dejarán de hacerlo porque metan a la cárcel a la Barbie. La gente sigue y seguirá drogándose con lo que encuentre, con lo que más le guste, desde la cocaína, hasta la caguama, pasando por el casino, el futbol o el sexo, el hombre siempre se enamora de algo o de alguien, y de muchas cosas al mismo tiempo. En el mundo, la gente se puede envenenar con alcohol, medicamentos recetados o tabaco sin ningún problema legal. El que la lucha se ensañe sobre ciertas sustancias por encima de otras, deja lugar para la sospecha acerca de intereses más profundos.

Dicen que nuestro presidente utiliza esta estrategia para legitimar su sexenio. A mí me hubiese gustado que se legitimara concentrándose en otros problemas de más arraigo. Seguimos siendo el país que le da patria a millones de pobres y al hombre más rico del mundo, sólo por poner otro ejemplo. Se gastó una cantidad exorbitante de dinero en los festejos del bicentenario, mismos que en su aplastante mayoría sucedieron en el Distrito Federal (¡Viva México...D.F!). El gobierno federal tiró la casa por la ventana (cual padre mexicano que se endeuda para pagar la fiesta de quince años de su hija), para celebrar el que a doscientos años de la independencia de España somos un país libre, en paz y con oportunidades para todos…. (¡!) Sólo para evaluar la desigualdad de circunstancias relativas a la arraigada centralización de nuestro país (con orígenes prehispánicos, incluso), basta comparar las imágenes del festejo en Ciudad Juárez con las del Zócalo Capitalino. Pero en fin. Sólo queda apechugar, como hemos hecho por tanto tiempo, ¿ a poco no?

Viva México