taller tropical de tejido y bordado. Entrada libre.

martes, 31 de mayo de 2011

Contemplación del vigilante


Son las tres

y ya nado en la miel profunda

y diluida de tus ojos,

como quien intenta atravesar

la inmensidad de un lago virgen

que deslumbra.


Encandilado.


A la altura de los míos,

tu frente dormida, y sobre ella,

la sabana que acaricio,

rodeada de trigales de imposible siego,

se me extiende.


Tu claridad omnipresente,

no es nada ya de la luz o sus colores,

sino la pura solidez de tu carne

y de todo aquello que le mana.


Cierras ya los ojos.


Tu cuerpo fecundo

se enciende como lámpara,

y fulgores se esparcen en la suave superficie.

Luz debajo de las aguas.


En mi cama yace

tu tersura impenetrable,

el arca vulnerable

donde guardas tus latidos.


Las tres quince.


Aquí dejaste tu caja larguísima,

hecha de piel y de jadeos,

de madera más suave que mis sábanas.


Allá andas;

y te cubres de la lluvia de los tristes;

juegas con el sorgo en la campiña;

huyes de temblores provocados por gigantes.


Me nombraste celador,

solemne vigilante de tus restos

mientras viajas por tus claras lejanías,

las oníricas regiones apartadas de mi cuerpo.


Y yo,

sirviente de relieves y minutos,

espero ansioso tu retorno,

para nadar de nuevo

en el asueto que dispongas.


lunes, 30 de mayo de 2011

La montaña indiscreta

La montaña nos mira de soslayo.
La montaña estirada te mira
y rompe con el filo de sus picos
la estrechez del cielo que nos cubre

y ese gris que tanto te emociona
sólo enmarca el calor que nos define.
Aquí estamos, los dos de siempre.
Sien con sien, mano con mano, sabemos,
no somos los únicos del mundo.

Y nunca lo seremos ― te pienso,
y me regalas un ya sé en voz baja.
La montaña que te mira sopla,
nos dice que nadamos en el charco
de lo nuestro simple, lo ordinario

de la noche siempre ciega ,muda;
siempre sorda para lo más sublime.
Por eso me miras y me besas.
Nadamos dentro de la noche tibia,
presos de este amor que nos susurran.

Y la montaña nos mira de soslayo.

martes, 24 de mayo de 2011

La muerte encalorizada (fragmento)

¿Qué puedo decirte? Ésta es una tierra donde todo el año florecen las tragedias. Hubo una familia que un día tuvo la estúpida idea de descansar bajo un árbol, cuando cayó una tormenta de esas típicas de septiembre y un rayo los hizo a todos de piedra. Así, sin más. Prangán. El padre, la madre, los tres niños, el árbol. Todos quedaron teñidos de negro y de gris como carboncitos encendidos que luego se apagan con la lluvia.
La cantidad de jóvenes que, antes de cumplir los veinte, han muerto en accidentes en la carretera es una cosa de locos. Si cada chamaco muerto reviviera, bien podríamos llenar el parque entero con ellos, como en uno de esos mítines de arreados cada tres años.
¿Crímenes pasionales? Montones. Hace un año mi abuela fue al velorio de don Tirso, el de la farmacia. Mató a su querida y al novio vaciándoles el revólver, no sin dejar una bala para su boca, y también una esposa y tres hijos llorando. Mi abuela sufrió más por la zozobra de saber que no vería a su compadre en el cielo, por cometer triple pecado mortal: infidelidad, asesinato y suicidio.
Si te digo que ésta es tierra de tragedias.
―¿Tú por qué crees que sea?
―Es el sol y la humedad que desencaja a la gente si se deja, que la vuelve salvaje y agresiva, como nauyacas en brama. Es la humedad desesperante que atraviesa el suelo, las paredes, los cabellos, los huesos, la voluntad y la razón. La humedad y el calor que duran todo el año, y la muerte enloquecida que hace su agosto de enero a diciembre.
Estoy seguro que en un clima más civilizado la mitad de estas tragedias no habrían pasado de una que otra fractura o algún bofetón bien dado.
Pero aquí la muerte siempre anda suelta, sedienta y encalorizada.
En esta tierra en la que los mangos se pudren en las banquetas y uno que otro sueño se fermenta hasta volverse licor.
―Y se bebe….
―O se conserva para exhibirse, para mostrarle al mundo cómo es que aquí se sueña…

domingo, 1 de mayo de 2011

Tocan

Eran las tres de la mañana y Julio seguía tocando la puerta, en plena madrugada de la calle. Impaciente, golpeaba cada vez más fuerte, mordiéndose los propios dientes. Algunos vecinos desvelados fingían no escuchar el sonido de las llaves golpeando el portón de metal en el número 1407. Mientras tanto, algunos otros integraban el ruido a sus respectivos sueños, sin darse cuenta.

Inés, la secretaria, se veía encerrada en el baño de la oficina, llorando de angustia y escondida de una balacera que tenía lugar en la acera de enfrente. Estaba acurrucada debajo del lavabo blanco y , con el cabello mojado entre los labios, sostenía la foto de sus padres sobre el pecho.

Doña Puri, la anciana de la esquina, oía a su esposo clavar el retrato de bodas en un muro altísimo, todo hecho de acero. Ella se burlaba discretamente y con ternura de la terquedad de don César, mientras bordaba las chambritas para sus dos hijos casados que vivían al otro lado del metal.

Adrián, el universitario, tenía un examen en cuatro horas. Soñaba que estaba en un salón muy pequeño, como del tamaño de su baño, con catorce compañeros presentando un examen imposible. Ante él, la lista de palabras iba creciendo por sí sola, como una bufanda que se desteje. A cuatro asientos de dónde él estaba, Lulú, su amor imposible desde la preparatoria, golpeaba el mesabanco con la punta de su pluma , para no jalarse ni morderse los cabellos.

En la calle, Julio se sentaba en la banqueta, con la frente colgando como una hamaca entre sus puños.