Son las tres
y ya nado en la miel profunda
y diluida de tus ojos,
como quien intenta atravesar
la inmensidad de un lago virgen
que deslumbra.
Encandilado.
A la altura de los míos,
tu frente dormida, y sobre ella,
la sabana que acaricio,
rodeada de trigales de imposible siego,
se me extiende.
Tu claridad omnipresente,
no es nada ya de la luz o sus colores,
sino la pura solidez de tu carne
y de todo aquello que le mana.
Cierras ya los ojos.
Tu cuerpo fecundo
se enciende como lámpara,
y fulgores se esparcen en la suave superficie.
Luz debajo de las aguas.
En mi cama yace
tu tersura impenetrable,
el arca vulnerable
donde guardas tus latidos.
Las tres quince.
Aquí dejaste tu caja larguísima,
hecha de piel y de jadeos,
de madera más suave que mis sábanas.
Allá andas;
y te cubres de la lluvia de los tristes;
juegas con el sorgo en la campiña;
huyes de temblores provocados por gigantes.
Me nombraste celador,
solemne vigilante de tus restos
mientras viajas por tus claras lejanías,
las oníricas regiones apartadas de mi cuerpo.
Y yo,
sirviente de relieves y minutos,
espero ansioso tu retorno,
para nadar de nuevo
en el asueto que dispongas.