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domingo, 26 de septiembre de 2010

La guerra perdida de Calderón:Reflexiones en torno a una estrategia fallida en el México del Bicentenario


Tienes que decidir
quién prefieres que te mate:
un comando terrorista
o tu propio gobierno para salvarte
del comando terrorista.

Liliana Felipe.


La estrategia de militarización que el gobierno federal, alias Felipe Calderón, ha implementado para combatir a la delincuencia organizada, es una estrategia fallida. Lo es desde el momento en que se asume que el problema del narcotráfico desaparecerá sancionando con cárcel (o con el exterminio) a los principales líderes de las organizaciones criminales dedicadas a la venta de drogas ilegales. Para empezar, creer que ésta es la vía regia para resolver el problema implica ignorar problemas de fondo en una sociedad como la nuestra y exhibir los huecos que dicha estrategia tiene en su constitución.

Aquí matan a uno, y ya hay veinte peleándose el puesto.
Las redes de delincuencia existen y se sostienen porque su principal recurso, gente dispuesta a trabajar en ellas, es renovable. El llamado narco (cual si fuese una masa uniforme) ofrece mejores oportunidades de crecimiento a corto plazo, así como mejores salarios a recién llegados, que la iniciativa privada del país. Es incongruente hablar de demandar valores éticos y morales a las clases oprimidas para que no se enfilen a los “malos”, cuando los “buenos” no tienen mucho que ofrecer para mitigar el hambre, la enfermedad y no se diga el resentimiento social.

“Son pobres porque quieren”, dicen algunos apasionados de la cultura emprendedora y del trabajo, ignorando el pequeño gran detalle que matiza problemas como la desigualdad social, la discriminación, la falta de oportunidades, y el cada vez más desprestigiado valor de la educación en un país de profesionistas desempleados.
¿Dinero fácil? No creo que arriesgar la vida por el billete sea algo fácil de decidir. Tampoco creo que la frase “prefiero vivir un año como rey, que toda una vida como muerto de hambre” sea producto de un solo individuo desconsiderado, egoísta y perverso. Este tipo de pensamiento sólo puede surgir en una sociedad con niveles de injusticia y desigualdad asfixiantes.

¿De qué sirve, pues, encerrar a los grandes nombres del narcotráfico en México, cuando siempre hay gente dispuesta a hacer su trabajo? Esta pregunta toca diversas líneas de cuestionamiento. El sistema de justicia mexicano, el primero. En un país donde la impunidad es parte de nuestro surrealismo orgullosamente mexicano (ese con el que nos bautizó Breton), sal y pimienta del mexican way of life, del “apechugue y aguante”, atiborrar las cárceles de personas comunes que decidieron hacer dinero de manera ilícita, mientras grandes personalidades de cuello blanco siguen haciéndolo sin problema, suena, a mi parecer, un “tantito” incongruente. A esto habría que agregar el bonito detalle (también surrealista) del sistema penitenciario, ése donde las reglas y el poder lo ostentan los internos poderosos, donde la corrupción corre tanto por las arterias vulgares del celador como en las cómodas venitas de los jueces y funcionarios, donde una persona que robó un desodorante convive con un sanguinario cortador de cabezas o con algún ejecutivo que lleve cinco años esperando una sentencia, privado de su libertad y de sus derechos fundamentales, mientras contempla el techo de su celda y esconde su blackberry bajo llave.

¿De qué sirve declararle la guerra “al narcotráfico”, cuando se hace evidente que se privilegian a ciertos grupos organizados por encima de otros? Declarar que sólo el ejército mexicano es confiable, porque la policía está coludida con el crimen, ¿no es acaso exhibir lo fallido del Estado? ¿Acaso la prioridad, ante esa exhibición, es militarizar ciudades y depurar policías? Habiendo millones de jóvenes que no estudian ni trabajan ¿es sensato encauzar el presupuesto en militarización, “para que la droga no llegue a tus hijos”? Hacer de esto una estrategia, es como atenderse un cáncer estomacal con grandes cantidades de aspirina.

El problema se hace más crudo cuando, en una guerra tan absurda, el número de muertos asciende a más de 28, 000. Cuando civiles inocentes son acribillados por el fuego cruzado, en su propio territorio (la ciudad: esa gran casa), justificando sus muertes como “daño colateral”, al mismo tiempo que se evidencia la magnificación de la violencia por la presencia de militares, la razón de ser de dicha estrategia se tambalea. Y se vuelve aún más cuestionable, cuando analizamos una serie de antiguos problemas sociales que siguen en la lista de pendientes y que son las causas principales de que estemos, como sociedad, llenos de mierda hasta las narices, sin que ni la Independencia ni la Revolución hayan disipado de todo el lamento. “No habrá paz sin justicia social”, dicen por ahí.

Vivimos en épocas globales, donde se exigen soluciones rápidas. Queremos que el dolor se vaya cuanto antes sin reflexionar en torno a su sentido, queremos la fast food, nos frustramos cuando la computadora tarda unos minutos más en hacer sus funciones. De la misma forma, se nos vende una estrategia que pretende acabar con “los malos” de la película (El Infierno), ignorando que no hay buenos ni malos, sino que todos (incluyendo a quienes manejan los proyectos gubernamentales), sin saberlo o no, por omisión, desvinculación, o de plano con alevosía y ventaja, hemos colaborado como sociedad a que estos problemas nos sobrepasen. Es fácil apostarle a lo seguro, pretendiendo que lo seguro es atacar al enemigo con su propio chocolate: armamento pesado y matazón, en lugar de revisar y reflexionar cuáles siguen siendo, doscientos años después, nuestros problemas sin resolver.

No se trata de defender la ilegalidad. La justicia debe hacer lo suyo (como siempre ha hecho, por cierto en este país, trabajando ciegamente y defendiendo a los desprotegidos, porque todos somos iguales ante la ley – risas- ). Se trata más bien de ser menos hipócritas. En este país nos quejamos por la discriminación que los connacionales sufren en Estados Unidos, mientras que en nuestro territorio se llevan a cabo, diariamente, atrocidades sin nombre en perjuicio de indocumentados centro y sudamericanos (donde, nada más por poner un ejemplo, son asesinados impunemente). Un gobierno que por años ha mantenido lazos con el narcotráfico y otros tipos de delincuencia organizada (redes de pederastas, por ejemplo), se lanza a luchar contra el monstruo que creó.

Una Iglesia manejada por hombres que por años solaparon las mañitas del Padre Maciel (orgullo mexicano), y que declara que los matrimonios (civiles, por cierto, no religiosos) entre homosexuales son más aberrantes que el narcotráfico, ilustra muy bien la serie de incongruencias que a diario se viven en México.
El negocio de la droga es tan redondo y lucrativo en nuestro país como el dedicarse a la política. Parece que tan sólo proponer cuestiones como justicia social, prevención o legalización de ciertas sustancias es pedir demasiado, es ofrecer, de manera estúpida, soluciones complejas a problemas complejos (¡quién tiene tiempo para eso!).

No todos los que consumen marihuana son demonios personificados, ni tampoco dejarán de hacerlo porque metan a la cárcel a la Barbie. La gente sigue y seguirá drogándose con lo que encuentre, con lo que más le guste, desde la cocaína, hasta la caguama, pasando por el casino, el futbol o el sexo, el hombre siempre se enamora de algo o de alguien, y de muchas cosas al mismo tiempo. En el mundo, la gente se puede envenenar con alcohol, medicamentos recetados o tabaco sin ningún problema legal. El que la lucha se ensañe sobre ciertas sustancias por encima de otras, deja lugar para la sospecha acerca de intereses más profundos.

Dicen que nuestro presidente utiliza esta estrategia para legitimar su sexenio. A mí me hubiese gustado que se legitimara concentrándose en otros problemas de más arraigo. Seguimos siendo el país que le da patria a millones de pobres y al hombre más rico del mundo, sólo por poner otro ejemplo. Se gastó una cantidad exorbitante de dinero en los festejos del bicentenario, mismos que en su aplastante mayoría sucedieron en el Distrito Federal (¡Viva México...D.F!). El gobierno federal tiró la casa por la ventana (cual padre mexicano que se endeuda para pagar la fiesta de quince años de su hija), para celebrar el que a doscientos años de la independencia de España somos un país libre, en paz y con oportunidades para todos…. (¡!) Sólo para evaluar la desigualdad de circunstancias relativas a la arraigada centralización de nuestro país (con orígenes prehispánicos, incluso), basta comparar las imágenes del festejo en Ciudad Juárez con las del Zócalo Capitalino. Pero en fin. Sólo queda apechugar, como hemos hecho por tanto tiempo, ¿ a poco no?

Viva México